La araña
Otra vez esa vejiga traidora, precisamente cuando más calmoso estaba sobrevolando sin vértigo el tejado a dos aguas de una casa de seis pisos. En ese momento, le bastaba un ligero movimiento de aleteo con sus manos, como quien bucea, para alzarse sin esfuerzo y despegar del suelo elevándose fundido con el confortable aire templado. "Es facilísimo. Si lo deseas con fuerza, tú también puedes volar", le reveló desde las alturas a un admirador de sus cabriolas que hacía cola en un lugar cualquiera en tierra firme. Su ligereza en el aire y la atención de todos allí abajo, le hacían sentirse alguien extraordinario, un ser especial, pero la vejiga, sencillamente más física que sus sueños, estaba acompañada de una firme erección y súbitamente ambos le arrebataron de aquel paraíso etéreo devolviéndole sin compasión a la austeridad de su vida terrenal, en la que sólo gobiernan los pensamientos.
Así, de camino al baño en aquella madrugada helada con vientos que azotaban las persianas del otro lado de sus paredes, Hugo movió las manos igual que en el sueño, pero la fuerza de gravedad le convenció enseguida de su deprimente existencia en la pura realidad.
Mientras orinaba, intentó como otras veces no perder el hilo de aquel bendito sueño, pero ya era imposible; el cabo estaba definitivamente cortado y los razonamientos se le habían adueñado. El trabajo, la familia, la hipoteca, su futuro, su pasado, su presente… todos aquellos pensamientos se apretujaron en su cabeza como una macedonia de reflexiones que le condujeron directamente al insomnio, igual que otras muchas noches.
Pero qué providencial el desvelo, porque la vigilia de aquella noche resultó definitivamente excepcional para su vida.
Tumbado en el sofá, derramó su mirada y su atención en algo tan insignificante como una pequeña araña que había en el techo y a la que se entregó enteramente. Comprendió de repente la calamidad terrible de algo que hasta ese momento consideraba normal, no poder dejar de pensar. Aquel ruido mental incesante le impedía encontrar un reino de quietud y no era capaz de encontrar su botón de apagado. No es que él estuviera usando su mente de manera inadecuada, sino que era ella quien le estaba usando a él; le estaba utilizando a su antojo. En ese momento, inmerso en el pequeño insecto, un rayo de luz le iluminó por dentro. Por un instante sintió algo de espanto por saber que estaba siendo esclavo de sí mismo y que era casi como estar poseído sin percatarse. Su propia mente le tenía secuestrada la libertad. Se dio cuenta que todo lo que importa, la belleza, el amor, la creatividad, la alegría, la paz interior… surgía de un lugar más allá de su cerebro y entonces, despertó a la vida. Comprendió que podía no estar sujeto a los sueños para encontrar esa liberación que tanto añoraba cuando se iba a dormir.
Con esa semilla de sensatez recién sembrada en su cordura, se durmió sin problemas, libre de las ataduras que ese otro yo insidioso, ese individuo que no conocía, creaba para sí mismo atiborrándole de preocupaciones de todo tipo.
Por la mañana todo parecía distinto, se encontraba exuberante de energía. Inmediatamente fue capaz de escuchar aquel otro yo que hasta la fecha le habitaba, esa voz de sus pensamientos errantes que hasta el día anterior le habían mantenido cautivo. Al saberse descubierto, su otro yo desapareció cobardemente, de inmediato. Resultaba tan fácil como discernir lo que quería pensar y lo que pensaba sin querer. El truco que descubrió era, que para disfrutar del momento debía centrar la atención en algo tan insignificantemente pequeño como la araña de la noche anterior. Algo tan intrascendente y a la vez tan grande que le convertían en un ser capaz de distinguir las voces deprimentes de sus pensamientos y erradicarlos de sí mismo como ceniza arrastrada por el viento. Aquello le conducía directamente nada menos que a su libertad, un tesoro de vida que siempre había estado en su interior y que por estar tan cerca, no había sido capaz de enfocar hasta que se lo desveló aquella arañita.
Esa mañana, y sin pensar en otra cosa, miró la luz del sol que penetrando por la ventana se convertía improvisadamente en una catarata de oro puro para su ánimo. El canto de los pájaros sonaba de repente como la sinfonía más perfecta del universo, y el aire que respiraba era la droga mejor diseñada que nadie hubiera podido imaginar. Todo tan perfecto y a su disposición que no necesitaba nada más. ¡Qué liberación! ¡Él no era sus problemas! Comprendió que tan solo era un sencillo elemento más de la galaxia, sin otro cometido que el de existir y disfrutar de su propia presencia. Esa liberación de su mente le condujo a la despreocupación, porque sus pensamientos involuntarios y compulsivos habían perdido la energía necesaria para coexistir en él.
Durante el desayuno, se observó a sí mismo y escuchó aquella inconfundible voz de su cabeza como siempre, exponiendo problemas, comentando, especulando, comparando, quejándose, rechazando… Pero esta vez la escuchó imparcialmente, sin juzgar ni condenar sus propios pensamientos. Hacerlo de otra manera habría sido volver a mantener conversaciones consigo mismo, como los locos. Así que comprendió la grandeza de su conciencia y se admiró observando algo increíble, "está la voz hablándome y estoy yo escuchándola". ¡Qué grande aquella nueva dimensión. Aquellas voces en su interior caían al vacío y la paz interior se adueñaba de todo.
Finalmente, y esto fue lo que le condujo a conquistar su vida, Hugo descubrió en el presente su mejor aliado. Su madre tenía razón "hay que hacer cosas-cosas". Depositar toda la atención en cualquier actividad era como un tornado para los pensamientos negativos. En aquel momento, una gran sonrisa se instaló en su cara mientras lavaba los platos.