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Recuerdos

Existe una hilera en la que es imposible evitar que alguien se cuele. Es la cola de los recuerdos. En ella, los últimos en llegar son siempre los primeros en ser atendidos. Pero no pasa nada. Todo se permite en la fila de los recuerdos. Los más antiguos, los que esperan en lo más profundo de nuestra memoria, no desesperan jamás, por más tiempo que transcurra. Su turno gravita cercano cuanto más rollizo es el acopio de años que coleccionamos. Porque curiosamente, desde la vejez, los recuerdos más distantes se presentan más nítidos que nunca, radiantes y cristalinos, como recién vividos.

Aquellas personas sobre cuyos hombros pesan más de ochenta años de galones, hablan muy claro sobre su lejano verdor, porque en este momento del hoy, la ventanilla está abierta y aquellos recuerdos por fin pueden ser atendidos. Parece que es la ancianidad la que como un despertador, despabila a ese funcionario que todos llevamos dentro y que se apresura a interesarse por aquellas memorias con sabor añejo.

He cabalgado mi atención a lomos de las memorias de mis abuelos y de mis padres, y también en los relatos de los abuelos y de los padres de otros. Así, he podido viajar en sus palabras, hasta mucho antes de mi propia sombra. He acariciado con mis neuronas el pasado, del mismo modo que la primitiva luz del sol se aquieta sobre el presente de mi cara. Cuando escucho a los viejos contar, vivo con anterioridad a mi primera muerte.

Puede que muchas veces, aquellos recuerdos que tanto han esperado en la cola, hayan cambiado con los años como los rostros que se marchitan, y la preciosa muchacha rubia que resuena en el amor antiguo del abuelo, tan solo fuera una morena más bien fea que al igual que la miel, aún conserva su alma dulce.

España es una gran tatuadora de recuerdos. Sus pueblos pequeños inyectan la calidad más pura de la tinta que hace falta para cocinar deliciosas evocaciones. De los pequeños municipios, provienen campanadas envueltas en aire de regalo que llegan hasta nuestro silencio. Y es en ese silencioso presente nuestro, donde por segunda vez, los minutos antiguos estremecen las manecillas del reloj de la nostalgia.

Sólo me queda hablar del ángel de las tinieblas, el funcionario que nunca atiende la ventanilla. Frente a su taquilla, como náufragos mudos, se acumulan todos los recuerdos de una vida, olvidados para siempre en las profundidades de la incomprensión, donde no llega jamás la luz. Esa cueva quebradiza y afónica, siempre acaba por colapsarse hacia adentro, arrasando con todo lo que contiene, incluyéndose a sí misma. Y ese funcionario cruel, contratado por el destino y de nombre Alzheimer, sonreirá sobre nuestras lágrimas. Por eso, antes de su turno, si es que llegara este demonio a ocupar un porvenir, es mejor saborear con el estilo de un catador de vinos las añosas andanzas que contienen los barriles de roble que son nuestros mayores. He dicho...

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