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Ferrari

Incapaz de radiar satisfacción, aquel hombre se acercó a retirar su Ferrari del concesionario. La preciosa llave roja pesaba en la mano casi como su amargura. Mientras el vendedor le explicaba desde fuera el manejo de cada uno de los interruptores del súper deportivo, el cliente asentía, sin mostrar el más mínimo entusiasmo por toda esa ingeniería de última generación que brillaba frente a su mirada.

Con la primera posición de la llave en el contacto, el cuadro de mandos resplandeció como la gran avenida de una ciudad próspera centelleante por la Nochebuena. Los dígitos del cuentakilómetros, señalaban que sólo cinco mil metros habían sido recorridos con aquella extraordinaria mecánica sin desflorar.

Entonces el hombre arrancó la máquina, llevando la llave hasta el final de su recorrido y al primer chispazo, cientos de engranajes se pusieron en silencioso movimiento en el interior de su capó. Un manantial tecnológico comenzó a emanar sonido refinado a través de sus cuatro tubos de escape, y antes de que el comercial pudiera procurar una última sonrisa, el hombre triste apisonó con un mínimo esfuerzo el embrague, todo lo contrario a la violencia de un abuso. Así fue como engranó la primera marcha. Y dominando por primera vez a un demonio embravecido, le hizo descender delicadamente, sin mirar atrás, atravesando el mínimo badén a la salida del concesionario, hasta que pisó el asfalto.

El rugido de un Ferrari en el interior de su cabina insonorizada, es una música muy difícil de comprender. A ralentí parece el movimiento adagio de una misa de réquiem y en la composición de sus armonías, no existen las corcheas. Miles de notas por segundo proceden de unos instrumentos de titanio que interpretados magistralmente por combustible fósil, atacan directamente a la cuna de los sentidos. El piloto, como director de una orquesta sinfónica que parece de origen extraterrestre, tan solo tiene que presionar ligeramente el acelerador para que súbitamente esos músicos invisibles, encubiertos bajo el distintivo caballo con que firma la marca, se tornen violentos hasta el placentero pánico de quien escucha.

Por otro lado, el interior del vehículo convertido en una cápsula de emociones, es prácticamente como ir a lomos de un animal. El olor profundo y dulce a piel de la mejor calidad invade la pituitaria. Las puntadas en el cuero, que guarnece el habitáculo como la fina piel de unos guantes caros, están por todas partes. Nadie quiere preguntarse cuántos animales han sido sacrificados para que esos asientos calefactables abracen con tanta exquisitez su espalda.

Al hombre no le importan las miradas de los transeúntes. Tampoco le importa la extraordinaria cacofonía de ese motor disciplinado que solo suma veinte kilómetros de vida. Él repasa recuerdos, con el amor de su mujer en la memoria, mientras traza curvas con aplomo por el norte de Madrid. Está satisfecho porque la venta de todos sus bienes ha salido como esperaba y está conduciendo un Ferrari gracias a ello. Entonces reduce una marcha y acelera, vertiginosamente, castigando a ese motor deseoso de manifestarse. Ahora sí, esboza entusiasmado una sonrisa, a pocos metros de la pared contra la que se dirige para reunirse con ella.

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