Es lo que hay
A ver como cuento esto para no ser detenido esta misma tarde. De todos modos yo creo que por el tiempo que ha pasado, esto ya ha prescrito, y si no fuera así, espero que las autoridades sean condescendientes porque como se verá, yo no soy culpable.
Hace algunos años, al salir de misa, me paré a tomar una cerveza porque era un domingo caluroso de verano y mientras, haría tiempo para que mi mujer terminara de preparar la comida. Ya había embuchado tres placenteros tragos cuando un individuo a mi lado en la barra me dirigió la palabra. Era un hombre enorme. Su corpulencia hacía que el elegante traje de corbata que vestía quisiera reventar por alguna de las costuras ya que el ancho de sus hombros, casi doblaba al mío.
-Hay que hacer lo que hay que hacer y punto, aunque con eso se acabe todo.- me dijo.
-¿perdona?- dije yo hilvanando una sonrisa asustadiza.
Aquel hombre estaba en evidente estado de embriaguez aunque su nivel de derrota era tal, que no me pareció representar una amenaza. De modo que le seguí el rollo y comenzamos una larguísima tertulia que duró hasta la tarde. Mi mujer se enfado bastante por no avisarla, pero a mí ya me daba igual porque las cervezas tenían mi conciencia anestesiada.
Me acabó contando que era un asesino a sueldo y que debido a una relación de amor verdadero, de la que había nacido una preciosa niña, cada día le era más abrumador hacer bien su trabajo. Mi sorpresa inicial a sus declaraciones y la interminable terna de cervezas que ya teníamos bebidas, pronto se trocaron en una amistad intensísima cargada de risas y abrazos mutuos. Aquel hombre era verdaderamente una excelente persona, al menos para mi percepción. Y cuando la noche casi había debilitado del todo la luz que entraba por el ventanal del bar, comenzó a llorar mientras me enseñaba la foto de una hermosísima niña rubita. En mí resonaban las palabras del sacerdote, pronunciadas en la homilía de muchas horas antes; "El que entre ustedes quiera ser grande, deberá servir a los demás; y el que entre ustedes quiera ser el primero, deberá ser su esclavo. Porque, del mismo modo el hijo del hombre no vino para que le sirvan sino para servir" (Mateo 20:26)
Eran las doce de la noche cuando desde el asiento del copiloto de mi coche, me mostró el portal de su víctima. Allí mismo me dio una clase rápida para amartillar un arma sin problemas de encasquillamiento. Y en ese mismo sitio me esperó, mientras yo subía un instante como un buen cristiano a realizar su penoso trabajo.
A mi vuelta el hombre se mostro agradecidísimo, hasta el punto de que intercambiamos nuestras camisas porque la mía estaba completamente salpicada de sangre.
No he vuelto a ver a ese padre ejemplar, y eso no importa, porque la sensación de haberme ganado el cielo, vale tanto como el buen recuerdo que tengo por haber ayudado a un hombre abatido (la víctima no, el otro).
