Escribir bien
Escribir bien no es nada fácil. Para empezar hay que estar vivo, lo cual significa haber comido y descansado medianamente bien. No hace falta estar vestido pues desnudo las palabras también fecundan. Después hay que disponer de una mesa sobre la que apoyarse, cuya ubicación, casi siempre implica un techo de pago, ya sea propio o ajeno. También conviene tener algo que forje las ideas sobre un cimiento, como por ejemplo un lápiz y un papel, e incluso un bolígrafo si se tienen aires de sibarita. Y si las circunstancias lo permiten, el lujo máximo es un ordenador, cuya energía depende de un contrato con una compañía eléctrica que hay que tener al corriente de pago para no sufrir apagones que mermen la siembra de palabras. El ordenador puede ser viejo pero interesa que funcione ya que de lo contrario, parecería uno Gila hablando por un teléfono desconectado. Cuadra mucho tener una lámpara que irradie algo de luz sobre el teclado para encontrar los acentos y no dilatar tanto las pupilas, sobre todo por la noche, que es cuando las tinieblas pretenden desamparar nuestra inspiración. Hace falta una silla, no necesariamente cómoda, pero que nos sostenga sentados frente a la mesa con el culo relajado. (Algunas veces escribo en servilletas de papel de pie frente a la barra de un bar, pero esto resulta aún más caro.) Luego hace falta formar parte de una red social y tener amigos, cuyas miradas son riego y abono para nuestras palabras.
Por último y lo más fácil, es ponerse a sembrar. Esto lo hace cualquiera con entusiasmo por ver crecer sobre la blancura de un espacio en blanco, un huerto de frases con sabores de temporada. Naturalmente no sirve para nada cuanto uno escriba,, pero compensa ver como un texto germinado en lo profundo del alma y labrado a golpe de tecla, ha nutrido algún minuto de ciertas personas con las que el escritor se complace en compartir sabores.