Un aviador en Poyales
Es curioso cómo la vida te presta las amistades. Es tan caprichosa la existencia y tan graciosa su comedia, que podrías encontrarte un aviador en Poyales del Hoyo o un precioso conejito de pelo corto viviendo en tu corazón. A mí me ha pasado lo primero y creo que lo segundo también, aunque no es buen momento para charlar de lo segundo.
Tengo un amigo piloto, aquí al lado, alguien a quien no se esperaría ver tan próximo al suelo y con quien tengo la suerte de saborear de vez en cuando muy buenas conversaciones, de gran altura, siempre bajo la placidez que irradia el soberbio paisaje que se cuela en nuestras casas. Creo que ambos compartimos la suerte de poseer ese conejito, porque su corazón, al igual que el mío, (y perdonad la arrogancia) son confortables madrigueras donde cualquier gazapo inteligente de pelo corto se complace en anidar, pero tampoco este es un buen momento para hablar del amor.
Mi amigo piloto es medianamente mayor, aunque no viejo, pero es tan exigente su oficio, que las compañías aéreas pagan mucho para sustituir a quienes ya tienen suficientes horas de cielo. Así dan entrada a cuerpos frescos que transporten por los aires con los reflejos de un lince, los sueños vacacionales de nosotros, humildes mortales prisioneros de la fuerza de gravedad.
Cómo ahora mi amigo ya es dueño de su tiempo y no tiene esas preocupaciones que hoy en día implica aparejarse con un copiloto alemán en sus viajes, ha decidido comprarse un tractorcito corta césped con el que viajar a una velocidad de crucero de dos kilómetros por hora y a una altura estimada de treinta centímetros del suelo. Y es en eso donde yo puedo aconsejarle porque mi humilde experiencia así me lo permite. Ya no tiene que llevar bajo el asiento un chaleco flotador naranja ni la pesada carga de sus galones sobre los hombros. Tampoco tiene que pedir permiso para tomar tierra porque toda es suya. Ahora las nubes las observa desde abajo y mientras disfruta bebiendo una serena y bien estrenada libertad, se entretiene igual que yo, observando como el conejito que anida en nuestros corazones se asoma de vez en cuando para recordarnos la suerte que tenemos de no tener que flotar en el aire para volar de verdad.
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