La incómoda negligencia

Los árboles no entendían de coches hasta hace unos años. Pero ahora ya saben lo que son esos dispositivos humeantes que pasan a miles atufando por su lado. Lo saben incluso aquellos árboles en las profundidades de la selva que jamás han visto un vehículo. Y no están al corriente porque entiendan de mecánica, sino que el popurrí de estaciones en la que se ven envueltos y que les hacen florecer en pleno invierno, les ha convertido en verdaderos expertos... del cambio climático. Sin embargo nosotros no acabamos de razonar sobre esa letal inyección de desajustes que desde hace décadas venimos inoculando en las venas del planeta. Eso es negligencia, un abandono de la inteligencia, la dejadez de las más elementales responsabilidades, la apatía por nuestro entorno, el más flagrante desinterés por la salud de nuestros hijos, la pereza por mejorar, la indiferencia por esa mortal estocada que con despreocupación subnormal estamos asestando a nuestra vida para palmarla todos. Hace años que no me ponen una multa de tráfico. No me interesa que el parasito de una incomodidad se me aloje en la cordura. No quiero acostarme con esa molestia que me desagrada hasta el desvelo. Me enoja poner mi tiempo al servicio de la imbecilidad. Es por eso que a la idiotez le tengo vetado el camino en la medida de lo posible. La irritación de que me expropien mi economía o que tenga que disponer de mi tiempo para subsanar los errores no me compensa. Intento poner el mismo remedio con todo. Trabajar dos veces es de una inutilidad que espanta. Por eso intento pensar por delante de los actos, para no tener que desanudar absurdos tropezones o desandar camino para volver, si es posible, a empezar de nuevo. Los árboles no tienen la suerte de la elección. Solo viven para esperar que en algún momento, la inteligencia se adueñe de la humanidad y con suerte, podamos dinamitar de una vez la losa que estamos construyendo sobre nuestra cuestionada civilización. Es incomodo vivir errando.