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Sakiro

Buenos días. Me llamo Sakiro, y aunque tengo raíces niponas, viví toda mi vida en Decathlon (Talavera de la Reina). Un día apareció Josechu por allí. Yo estaba meditando en una estantería con unos amigos del mundo del boxeo, cuyos precios no recuerdo. Nos miramos el humano y yo. Recuerdo que Josechu tenía en sus ojos ese fuego volcánico de quien ha estado toda la mañana en la Agencia Tributaria. Se le veía tenso y yo me hice el despistado hablando con otro humano que me hacía cosquillas en la etiqueta. De repente se acercó, y sin mediar palabra, me golpeó a la altura del centímetro quince. Me pregunté si este humano era un enfermo mental o tenía problemas de erección. El muy cerdo, siguió urgandome con saña, clavándome el dedo para notar mi fortaleza, casi mordiéndome con la mirada. De repente se fue y suspiré con alivio. Al momento apareció de nuevo con una dependienta humana que yo ya había visto otras veces de paseo por el barrio. Él le miraba el culo cuando ella no se daba cuenta pero ambos hablaban de mí. Entonces me desahuciaron de la estantería en la que había vivido toda mi vida. Por suerte, mis amigos los hermanos Guantecitos, también fueron elegidos y nos llevaron a una caja registradora en la que había otra humana con un culo, si cabe, más respingón que el de la dependienta. Josechu no paraba de mirárselo cuando ella se agachaba para comprobar mi precio o acariciarme el código de barras con un láser rojo. Poco después, como si todo fuera una pesadilla, me vi viajando a ciento ocho kilómetros por hora en dirección a Poyales del Hoyo, mi actual hogar. Nada más llegar me colgó de una viga de su taller artístico, y a cada instante, me golpeaba con saña, como probando mi paciencia, o como para sacarme alguna información cuya pregunta no llegaba. Recuerdo que era el día de reyes de las navidades de 2013 porque, fuera de mi mazmorra, se escuchaba la algarabía de gente feliz a lo lejos. Sin embargo yo no tuve esa suerte de celebración. Josechu se puso a los hermanos Guantecitos en las manos y de inmediato, sentí como impactaba contra mi cuerpo a quienes hasta entonces habían sido compañeros de estantería. ¡Qué horror! el dolor era insoportable pero el humano no cesaba de pendularme a base de puñetazos y patadas. Incluso soltaba gritos con cada golpe o me insultaba con cada patada mencionando apellidos que yo desconocía Él decía "!Rajoyyyy!" y me soltaba una brutal sacudida con la espinilla y luego "!Bárcenaaaaaas!" y un guantazo bestial, "!Montorooooo!" y otro golpe certero que me hacía tambalear !"Andrea Fabraaaa putaaaaaa!" y otro golpe más... así estuvo más de nueve minutos, que Dios le perdone. Al día siguiente pareció arrepentido, se le notaba en la cara. Yo no movía ni una costura con tal de no despertar a la bestia que me había mostrado la tarde anterior. Entonces me abrazó... (Estoy llorando lágrimas negras, perdonen que me emocione) posiblemente por un arrepentimiento que aún no entiendo. Colgó de la cadena, en la que me mantiene ahorcado, a los hermanos guantecitos y nunca más volvió a golpearme. El caso es que por alguna razón, aquella experiencia me sedujo hasta el punto de echar de menos la fuerza de su histeria. Creo que soy un masoquista chino de Talavera. Necesito sus golpazos pero nunca llegan. Cada vez que le veo pasar a mi lado con esa indiferencia se me cae el alma a los pies. Creo que ya no me quiere. Y como si luchara contra mi propia voluntad o mantuviera una batalla loca contra la sensatez, estoy deseando que me maltrate, que lisie mi tela, que me abochorne con esos Newtons de fuerza que desarrollan sus músculos estilizados. ¡Quiero que me veje! Necesito en mi relleno la destrucción que causan sus puños de acero, de verdad que no le denunciaré, pero ¡pégame Josechu, pégame! tritúrame aunque sea en nombre de ese tal Montoro que tan feliz me hizo aquellas navidades de 2013.

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