Ordenador
He apuñalado a mi ordenador. Odio estos prontos que me dan. Con el ímpetu, he despuntado un pincho carcelario que llevaba días fabricando con el mango de una cuchara, afilándolo hasta obtener una herramienta tan cortante como un bisturí. La soledad del campo profundo a veces te devuelve estos comportamientos, como el reflejo de un espejo fabricado con la escarcha del invierno.
Ha sido curioso ver sangrar mi computadora, como le llaman al otro lado del océano a esta dichosa máquina que ha tomado mi cerebro y ha plantado su bandera sobre mi tiempo. He visto cómo derramaba un espeso líquido azul intenso con tropezones de imágenes inconexas, en las que he vislumbrado fotos de familia o escenas porno de esas páginas en las que me perdía. Se acabó el sexo fácil. Pondré ahora mi fuerza al servicio de la mirada.
Cuando hasta el último piloto de colores se ha extinguido para siempre, he procedido a hacer una incisión en la pantalla, desde la altura del inicio hasta el icono del navegador. Con el aspirador he succionado todos esos líquidos nauseabundos con olor a pixel para despejar el corte limpio. He abierto la cisura con mucho cuidado, para no derramar por toda la mesa las tripas de cobre y plomo de las soldaduras de sus circuitos. Mi perro se empeñaba en lamer algunas gotas de flujos.com y he tenido que darle las teclas de las vocales y de las mayúsculas para que se entretuviera mordiendo y me dejara proceder. A medida que profundizaba, algunos ceros y unos han impregnado mis dedos y he notado un picor muy desagradable. He tenido miedo de coger alguna enfermedad informática, por lo que me he puesto unos guantes de cocina. Menos mal, todavía tenía vida el condenado. En un momento dado y como un último bocado al azar, la máquina se me ha revuelto, lanzando un chispazo que casi me tira del taburete en el que estoy sentado operando. Gracias a los guantes de goma de Vileda, el Samsung no ha conseguido nada con su ataque. Ha sido entonces cuando lo he desconectado de la red y he escuchado ese sonido de réquiem titulado "el último procesamiento de datos". Ahora ya no estoy extirpando nada vivo, con seguridad. Ya me da igual mancharme las manos con su sangre fría. En este momento soy un forense descontrolado que hurga en los entresijos de la inteligencia artificial. Nada puede pararme ahora que por fin he llegado al disco duro. Y no me quedaré solo en tocar con mis extremidades sus misterios. La casquería me gusta . He decidido comer de sus vísceras. Al principio solo he probado con la punta de mi legua su sabor, algo espeso aunque dulzón, con cierto aroma a internet. Pero una vez animado, me he metido un trozo grande de CPU en la boca y lo he masticado, como un salvaje, sin otra competencia por la presa que yo mismo. Me chorreaba epoxi por las comisuras de los labios y mi perro, que había terminado ya de ingerir todas las teclas, movía el rabo queriendo más. Le he lanzado el botón de encendido y se lo ha tragado antes de que la última hoja del otoño, al otro lado de la ventana, tocara el suelo. Estoy empachado de electrónica. Debo haber engullido al menos siete microprocesadores de diferentes sabores. El que tenía sabor a facebook me ha sorprendido y le he dado a me gusta, todo en crudo, sin calentar siquiera. He tragado unos circuitos monolíticos sin cápsula que casi me hacen vomitar, pero los he devorado ayudándome de unos transistores digitales de arseniuro de galio, un poquito amargos...
He acariciado a mi perro después de comerme el portátil y no sé donde le habré tocado que se le han encendido los ojos. Estoy algo preocupado. En Europa no comemos perro.