Permíteme que insista
Los orgasmos producen el mismo placer en los ricos y en los pobres. No aporta más deleite la eyaculación de Ronaldo que la mía, de hecho, es posible que la mía sea algo más placentera porque me he especializado en alcanzar una duración a la que él no puede llegar por no disponer de tanto tiempo para tocarse los huevos.
Existe un límite de gozo que ya no es superable. Si esto no fuera así, los perros macho nacerían con una enorme sonrisa en su cara solo por el hecho prometedor de que sus hembras tienen cuatro pares de tetas.
No es cuestión ni de cantidad ni de calidad. Ésta mañana han dicho en ciertas publicaciones especializadas, que mi buen amigo Juan Méndez es uno de los ocho mejores compositores del mundo. Pero esa calificación es una medida errónea ya que se trata de la apreciación de una persona o personas que no tienen en el extremo de su brazo la mano de Dios. ¿Por qué no podría ser el primero, o incluso el último? ¿Quién decide donde se establece el umbral de la calidad?
Comiendo con hambre, disfruta de un bocadillo de sardinas un albañil lo mismo que un orondo político un enorme chuletón de Ávila que engulle a cuenta de los ciudadanos. No es posible, aunque se intente, saborear algo con más intensidad de la que permite el propio momento. Es todo una cuestión mental y por eso, muchos ricos envidian, desde el aclimatado confort de sus vehículos de lujo, las enormes sonrisas que viajan pegadas a las caras de esos hippies de furgoneta roñosa.
El triunfo que experimenta cuando toca tierra un inmigrante que se ha jugado la vida en el estrecho, es de tal magnitud, que ni la celebración del mejor de los goles puede superar. Por eso no se suicidan en masa los millones de pobres que pueblan la tierra, porque siempre existe ese placer intrínseco que proporciona la vida, aunque resida en la simple contemplación del universo.
La única diferencia en cuestiones de placer puede estar, si acaso, en la cantidad. Por eso, y a falta de otros recursos, recomiendo mucho el sexo, barato y sin contraindicaciones.
Mi mujer y yo tenemos una gata que desde su nacimiento había vivido encerrada en el piso de Madrid, como en una confortable cadena perpetua. Cuando nos vinimos a vivir al campo, la gata ya tenía nueve años. Su nueva residencia es mi estudio artístico, un enorme espacio de doscientos metros cuadrados muy luminoso, con una puerta al exterior de diez metros cuadrados que cuando se abre, presenta un escenario ilimitado con el paisaje más bonito que puede contemplar una mirada. Pues bien, la gata no pisa el campo a pesar de tener la irrepetible oportunidad de cancelar de su vida ese techo artificial por el que siempre ha estado cubierta. Todas las mañanas le abro la puerta, pero su conformismo le impide saborear la libertad en toda su plenitud, y se pierde lo mejor de la vida aunque no lo sepa.
Es el miedo el que nos aleja de la oportunidad de proporcionarnos todo el placer que ofrece la existencia. Después de todo, si los ricos tuvieran en su mano la llave del eterno placer, seguirían hoy disfrutando de sus lujos aquellos que duermen para siempre en panteones de mármol blanco.