El cómplice
Aquel día ya estaba turbio, desde el principio.
De momento no olió amanecer, como si su olfato se hubiera descarriado en un sueño. Después no encontraba su alma, que estaba revuelta entre la ropa interior de aquella que ocupaba parte de la cama. Entonces pensó que una ducha borraría el rastro de su culpa, pero el agua no llegaba tan adentro. Miró como ella aún dormía y quiso volver a vestirse de pasado, pero ya era tarde, porque en su memoria emergía el perfume de sus besos, las caricias hasta el fondo del descuido, la culpa de su integridad lacerada, el amargo sabor de la dulce imprudencia. Entonces se marchó sin mirar atrás, aunque sin poder esquivar verlo todo de nuevo, una y otra vez, hasta que llegó a su casa.
Mientras abrazaba a su esposa con verdadero amor, se aferraba en el olvido, su mejor cómplice, deseando volver mañana.