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Qué raro

Qué raro. En Madrid los árboles no huelen. Los pájaros no existen. No se percibe el relajante discurrir del agua fresca surcando el cauce de ningún rio, ni hay tierra que pisar. En Madrid no hay estrellas, qué raro. El otoño no tiene aroma. Tampoco se ven montañas, ni paisajes, ni el cielo. Es como vivir en un Tetrix de hormigón, detenido, con cubos grises encajados y gigantescos, dentro de los cuales mucha gente llora y otra mucha disimula. Todo está cubierto de una sustancia solidificada, como lava gris rematada a espátula y expulsada de un volcán maléfico en camiones-hormigonera. El silencio es tímido y solo sale de noche, muy de noche. Existe un lenguaje siniestro de signos, silencioso, por el que la población está dirigida obedientemente. Ese idioma está pintado en el suelo, o en recias señales de hierro muerto que hablan constantemente, dejando que sea la propia gente quienes en su interior, pongan voz a las infinitas órdenes, como auto advirtiéndose. Existen rayas pequeñas o contínuas, lineas de colores, flechas, palabras cortísimas que ordenan dónde estacionar o por dónde circular con la bici o las piernas, por donde no se puede pasar... y si no se atienden estas exigencias, una invisible mano con nombre intimidador (Dirección General de Tráfico, Agencia Tributaria, Dirección General de la Policía, Guardia Civil...) araña los entresijos de tus ahorros sin la menor conciencia, más allá de la intimidad de tus necesidades básicas, sin reparo ni remordimiento, como el picotazo de una avispa invisible que atemoriza el alma. En Madrid hay millones de luces que parpadean a infinidad de ritmos, pero no son estrellas. Algunas lo hacen tan despacio como los rótulos que se encienden o apagan dos veces al día. Otras, como los semáforos, imponen su orden miles de veces sin un solo grito. Toda esa cadencia descompasada de luces de colores, sirve para distraer la atención de quienes pretendan mirar hacia otro lado, fuera quizás de los límites de la gigantesca prisión que como un espejismo, se ofrece confortable. Es una hipnosis permanente que impone cuándo detenerte o avanzar, una llave inmaterial que enciende o apaga tu libertad miles de veces cada día de tu vida que pasas allí encerrado. Y sin embargo, es una jaula abierta por todos sus lados, como el contenido cruel de una caja sin caja. En Madrid se palpa una prisa enmascarada de la misma impotencia con la que un atleta quisiera correr con plomo en las piernas. Es el país de los cegados por el antifaz del consumismo, apestado de colores falsos para miradas tristes. Allí se ven bandadas de uniformes de trabajo, como el pelo de un ganado sumiso, obediente, debidamente educado para su autodestructiva existencia exprimida hasta la extenuación. Compra y venta de tiempo a precios de saldo. Liquidación de vidas comprometidas con el poder de un inexistente y esperanzador consumo de lujo que nunca llega, hasta que ya es tarde y solo sientes en la piel el acartonado tacto de una sábana de hospital o el sucedáneo de seda con que algún otro hipnotizado ha forrado tu ataúd. Ese raro Madrid, de varices con nombre de ficha (M30, M40, M50...) cargadas de colesterol metálico y ruidoso, donde los esclavos solo consiguen alimentar su alma con la verdad del sencillo beso de un hijo, futuros esclavos aleccionados, esponjosos a las normas, candidatos a cautivos ciegos como sus padres, prolongadores de la energía de la que se nutren quienes desde lo más alto, encienden y apagan todas esas luces que solo se callan cuando duermen... Qué rarito es Madrid y sin embargo, aún hay alguien que desde las profundidades caníbales de esa sima oscura, consigue atravesar con la imaginación el tizne inquebrantable de su cielo y ve las estrellas.

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